A lo largo de mi caminar he experimentado diversos cambios (como todas las personas supongo), sintiéndome conflictuada por no entender la razón de éstos.
Cuando tomé consciencia de mi sabiduría hormonal (en mi primera menarca), siento que comenzó una revolución en mi.
Mi cuerpo comenzó a cambiar, crecí deprisa, me estiré, gané peso, aparecieron mis caderas, mis senos se inflaron y empezó a salir pelo por todas partes. Y qué decir de los granos en la cara y el maravilloso aroma de la adolescencia (que no es tan maravilloso en realidad). ¡Oh si! La hormona liberadora de gonadotrofina (GnRH) a todo su esplendor. Si, hormonas, viajando por mi torrente sanguíneo y completamente responsables de mis constantes cambios de humor.
Al crecer un poco más, y teniendo pensamientos sobre el sexo, comencé a experimentar otras sensaciones muy extrañas que me recorrían el cuerpo. Al tener novio y sentir un abrazo, a las caricias y besos y bueno, todo un cocktail de estrógenos y seguramente algo de testosterona.
Recuerdo que de repente, me empecé a poner creativa; a echarle muchas ganas a todo lo que hacía, a respetar mi ser auténtico, a ser fiel a cada decisión que tomaba. Y en cierta forma también a sanar yo misma y de a poco cada proceso que iba transitando. Suena irreal que a los 20 años me sintiera sabía, pero así era. Folículo estimulante a todo motor cada mes.
En otra etapa de mi juventud, cuando trabajaba y comenzaba a valerme por mí misma, empecé a practicar yoga. Al principio era con la finalidad de conocerme un poco más, de conectar con mi esencia y de calmar un poco ese ser indómito que llevaba dentro. Recuerdo que de repente sentí la necesidad de cambiar mi vida por completo. Dejar mi trabajo de años y dedicarme a compartir esta sabiduría que me había cambiado la vida.
Honestamente tenía miedo. En el fondo era como si estuviera viviendo una vida que no quería pero que llenaba de satisfacción a otros, principalmente a mi familia. “Resuelve esto”, “suelta estas falsas creencias”, “elige dar el salto”, “es tiempo de crecer”. Y así vivía una lucha interna cada que me postraba en el tapete de yoga.
Conocí a Luis, me enamoré, sentí que estaba lista para dar ese salto y empezar una nueva vida. Me llené de valor y comencé a escuchar esa voz interior. Lutehinizante dándome una patada en el trasero diciéndome; ¡vas Aurora!
No tardé ni 3 meses cuando una vida ya crecía dentro de mi. Lo noté por el llanto sin razón, me sentía confundida, la verdad en ratos ni yo misma me aguantaba. La gonadotropina coriónica se hizo presente en mis náuseas y mareos.
Al mismo tiempo, me sentía maravillosa, llena de poder, de capacidad para lograr cualquier cosa. Si podía dar vida, podía hacer lo que sea ¿no?.
Mis senos crecían y crecían y con ellos la maravillosa sensación de poder nutrir a una nueva personita. Toda mi progesterona trabajando para ese momento.
Mi hija nació, y por primera vez entendí el significado del amor verdadero. (Y lo experimenté otras 2 veces más). Alimentarla con mi propio cuerpo no solo me permitió nutrirla, si no además, crear un vínculo genuino. Desde ese momento la oxitocina me ha acompañado, al parir a mis otros hijos y experimentando el gozo y el placer de crear un nuevo vínculo. Una y otra vez. Aceptando a cada uno de ellos como son, de abrazarlos y saber que quiero permanecer ahí, en el núcleo de mi familia, brindándoles respeto y amor, atravesando los retos de la maternidad en completa resiliencia y abrazando las situaciones tal cual son.
En ese camino, mucha adrenalina y cortisol me acompañaron también en ese sube y baja que es la maternidad. Cuando mis hijos lloran, cuando yo también lloro por sentirme la peor madre, cuando moría de miedo por no saber qué hacer al saberlos enfermos. Después cuando crecieron y empezaron a cuestionarlo todo, cuando no iban a mi ritmo y yo solo quería correr.
Hoy por hoy agradezco a las mensajeras químicas de mi cuerpo, por brindarme su sabiduría en cada proceso de mi vida.
Y tu, ¿sabías que las hormonas rigen tu vida?