Cuando era más joven, no quería tener hijos, de hecho pensaba que serían una pérdida de tiempo. Ahora tengo 3 y créanme, no pierdo el tiempo en lo absoluto.
Cuando era soltera, también pensaba que jamás me iba a enganchar con una película infantil. Me reía de mis amigas por ponerse cursis viendo películas con sus hijos, y un buen día viendo Mohana con los míos lloré desconsoladamente.
Cuando me embaracé por primera vez juraba que iba a subir los 9 kilos de ley, y subí 13 casi de un porrazo, y me traumaba solo de pensar lo que me costaría bajarlos después.
Siempre creí que ser madre sería cosa fácil. El día que llegué a casa con mi bebé en manos, sentí el miedo más irracional que había sentido, y me di cuenta que las mamás que conocía, no me habían contado la verdad.
También pensaba que cuando tuviera a mis hijos inmediatamente los iba a dormir en la cuna de su habitación para que se acostumbraran a tener su espacio, y la verdad los mantuve casi 2 años dentro de mi cama por puro gusto.
Por mucho tiempo pensé que ni pasándome un tren encima podría despertar de lo pesado de mi sueño, y resulta que solo de escuchar un pequeño sollozo brinco como resorte para revisar a mis hijos. Ahora he aprendido a dormir con un ojo abierto.
“A mi nunca se me va a caer mi hijo”, pensaba que eso solo le pasaba a las madres que no estaban atentas a seguir sus pasos. Y no llegamos ni a los 6 meses de vida cuando ya se habían rodado de la cama y experimenté el mismo miedo de aquel día que regrese con mi bebé en brazos del hospital.
“No verán televisión”, ajá! Cuando descubrí que solo así podía meterme a bañar, vestirme, arreglarme y tener un poco de paz en 15 min de un jalón, ¡empecé a prender la tele diario!
Cuántas cosas imaginamos antes de tenerlos, y ¿cuántas de esas cosas se hacen realidad?
La única cosa en la que no me equivoqué, fue en que mi vida iba a cambiar para siempre cuando me convirtiera en madre. Y así fue. Porque empecé a querer muchísimo más que a mi misma a otra persona.